Este no es un blog: es una cajita de chocolates en una mesa huérfana. Tome cuantos quiera. Eso sí, deje algunos para el resto.

miércoles, junio 23, 2004

De cómo Sebastian cambió el mundo para siempre

Al principio nadie pudo verlo porque todo pasó muy rápido.

Andaba balanceandose a ritmo de mariachis por el borde de la acera, como un equilibrista llevando un paragüas imaginario en una mano –no llovía pero sí era un día gris-, y en la otra un pañuelo de colores que se retorcía con el movimiento de su cuerpo y el del viento. Todo parecía una sola cosa. Una maquinaria de funcionamiento impredecible.

Y quizo el azar por desgracia, a juzgar por lo que pasó después, que se distrajera con un pensamiento vago sobre cómo cambiar el mundo. Entonces no hubo quien deshiciera lo andado y ya sabemos todos que no siempre se puede volver sobre nuestros pasos.

Puso un pie firme delante del otro y se precipitaron las acciones: el borde de la zapatilla ortopédica se abrió hacia un costado y trató en vano de mantener un equilibrio precario sobre el piso resbaloso, luego cedió a sus ansias de volar y se fue libre hacia atrás dejándolo a él trastabillando con cuidado, tropezando primero con su pierna destemplada, doblando las rodillas de inmediato, y luego de una breve levitación, cayendo horizontal sobre el concreto. Se oyó un ruido seco. Como el que se escucha en las películas cuando se cierra una puerta importante o se asiste a un gesto revelador. La culpable zapatilla fue a parar a unos metros de distancia, sin vida eso sí, pero alegre de cualquier modo.

Descerrajado el cráneo, Sebastian fue más conciente que nunca: las ideas cantaron glorias mientras brotaban de sus sesos y se fueron volando a los cielos -¡aleluya, aleluya!-, mientras una multitud de curiosos debatía sobre la pertinencia de dejar la acera con ese rojo tan intenso o limpiarla para que nadie se tropezase otra vez. Es que nunca la calle se vió tan bonita ni se vió a los vecinos tan contentos.

Cuando todos se retiraron el cuerpo quedó tendido, triste y sonriente.

Y de pronto, como cosa del destino, un perrito mofletudo ladró algo que nadie entendió: ahora el mundo es un lugar mejor, dijo. Luego echó su chorrito apestoso y desapareció con la tarde.