Este no es un blog: es una cajita de chocolates en una mesa huérfana. Tome cuantos quiera. Eso sí, deje algunos para el resto.

viernes, julio 02, 2004

El Monstruo

No creo que escriba este fin de semana así que mando con algo larguito.

El Monstruo

El grito se le había escapado de la garganta de modo tal que cuando le llegó el arrepentimiento fue demasiado tarde: la habitación estaba a oscuras y solo la luz tenue del pasillo recortaba la silueta informe de la mujer parada en el marco de la puerta.

-¿Gritaste?

-Mami –dijo el niño entre sollozos-, hay un monstruo.

-¿Dónde? –respondió entrando a la habitación.

-En la silla.

-Bien podría haberlo, ¿pero en la silla?

Al niño se le abrieron los ojos atentos.

-Es decir –continuó la madre-, tendría que ser relativamente pequeño.

-Pero... –interrumpió el niño dudoso mientras miraba el montículo de ropa desordenada sobre la silla.

-Aunque nunca se sabe. ¡A estos desgraciados se les ocurren unas cosas a veces!

-Creo que ha sido la ropa que se parece un poquito a un monstruo –explicó.

-¡A eso me refiero! No tendrían que ser pequeños. A veces toman la forma de las cosas mas cotidianas. Por ejemplo, el montículo de ropa. Veamos.

La madre se agachó sobre la cama y emplazó la cabeza curiosa donde antes había estado la del muchacho. Miro con atención. El niño perplejo mantenía el silencio.

-Sí, ahí esta: el cuello de la camisa, los tirantes, las medias. En definitiva es un monstruo. Y de la peor especie. Mira, tiene los ojos grandes e hinchados y la nariz de tamaño imposible; ¡ves la forma en que te mira y el cuerpo contrahecho! Cualquiera diría que te quiere comer.

-¡No digas eso!

-No es que yo lo diga. Si es cierto, poco tiene que ver el hecho de que lo diga con la verdad de las cosas. Pero mira como me siento encima. ¿Ves?

El niño quedo perplejo: la madre seguía removiendo los glúteos sobre el maligno montículo de ropa.

-¡Lo mataste!

-¡Cuidado! Eso no debe tranquilizarte. A veces se escurren por los lugares menos pensados, y a ver quién los encuentra cuando eso pasa. ¡Son tan veloces! Pero claro, eso no podemos saberlo. Tal vez este era de los lentos –dijo mirando los grandes ojos húmedos que tenía enfrente-. Te veo más tranquilo. Tal vez deba irme –añadió poniéndose de pie.

-¡No!

-¿Por qué? –en tono amable- ¿tienes miedo?

Dudaba. No sabia si responder. Se le aceleraba la respiración y no daba con la calma necesaria para hablar. Por fin se le escapó una voz, como si no fuese la suya.

-No tengo miedo – dijo esa voz resquebrajaba. En su cabeza retumbaba la misma frase como un mantra protector: “no tengo miedo, no tengo miedo, no tengo miedo”.

-Sí lo tienes –dijo en tono tajante cortándole el pensamiento-. Acércate para verte mejor –manipuló el rostro del niño con la mano fría de un médico forense-. Tienes las pupilas dilatadas, la temperatura enfebrecida, y el cuerpo te tiembla; ¡que más da! Eres un niño: tienes que temer. Ahora bien, si te sientes confiado y crees que puedas con esto solo, me retiro. Ya estoy cansada.

-¡No!

-Dos nos son como un sí – dijo mientras se ponía de pie. El niño miraba la ropa que, libre del peso, iba recobrando su forma horripilante.

-¡No te vayas!

-Así está mejor. Mejor para ti, digo. Porque si era de los rápidos...

-¿Qué cosa?

-El monstruo. Podría esconderse, veamos –iba escrutando la habitación-, ¡en el ropero!

-Pero yo he visto de día que solo hay ropa ahí.

-Entonces me comprendes. Debajo de mí sólo hay ropa. Y no podemos tenerle miedo a la ropa, ¿no es cierto? ¡Nos la ponemos todos los días!

-A veces me siento incomodo con ella.

-Eso sí es algo. ¿No te dije que los monstruos toman formas insólitas? Yo supe de un chico al que no le gustaban sus medias y le dijo a su mamá: “no me gustan estas medias” –con farsesca voz infantil-. ¿Te apuesto que no sabes que le dijo?

-Que no importaba, que se las pusiera igual.

-¡Muy bien! Pero él igual desconfiaba. Le dijo a su mamá: “las medias me dan miedo” –burlona. Póntelas le ordenó la madre.

-¿Y qué pasó?

-Nada. El monstruo se había convertido en medias y las medias se le empezaron a subir por la pierna hasta que terminaron ahorcándolo: se le puso la cara roja, primero, y después morada. Quiso gritar, pero no pudo. Las medias no se lo permitieron y cuando lo liberaron ya era muy tarde: el niño estaba muerto de miedo, como tú, sólo que con la lengua afuera. ¡Horrible! Toda hinchada como la de esos perros que vemos en la pista.

Su hijo se palpó la lengua con las manos.

-Y hubo otro al que lo mató el papel de las paredes de su cuarto. Había unos dibujitos bien tiernos, todos peluditos, como tus peluches –el niño miró con suspicacia a su viejo conejo de felpa-. Una mañana lo encontraron abierto desde el cuello hasta el ombligo y con las tripas afuera. Y lo mejor es que a los tiernos muñequitos les chorreaba sangre fresca de la sonrisa perversa. La mamá sacó el papel de las paredes con sus propias uñas. Nunca le había gustado.

-Pero yo no tengo papel en las paredes.

-¡O sí! ¡Sí que lo tienes! Lo que pasa es que es de color uniforme y es delgado. Lo puse para que no se note mucho. Sino después, cuando ya no estés acá, me quedo con un cuarto lleno de colorinches. Además el papel es más fácil de limpiar cuando se mancha.

-¡No es cierto!

-Si quieres no me creas. Es tu problema. Además, eso no fue lo peor: los niños a los que matan los monstruos, a veces reviven y se comen a sus hermanos y a sus mamás. Tú no quieres hacerle daño a tu mami, ¿verdad?

Empezó a llorar. La madre lo estrecho con fuerza aplastante.

-No llores, hijito. Estoy contigo.

Sintió con pavor minucioso cómo el abrazo le cortaba el aire que entraba a sus pulmones hasta que no tuvo más remedio que quedar callado.

-Así esta mejor –dijo soltándolo-. A mí me gustan los niños tranquilos.

Lo escrutó con frialdad.

-Bueno. Será mejor que me vaya.

Siguió mirándolo. Ninguno dijo nada. De pronto el pequeño sintió un ruido debajo de él. Veloz, la madre alzó los pies.

-¡Ahí estás desgraciado! –dijo gritando. Acto seguido trepó sobre la cama. El niño rompió otra vez en llanto.

-Mami no dejes que me coma.

-No te preocupes. Lo que hay que hacer es atraparlo en la forma que tenga y matarlo así. No vaya a ser que después nos parezca otra cosa y habría que empezar otra vez con esta cantaleta.

-¡Atrápalo tu!

-¿Y si me pasa algo? Tú no quieres hacerle daño a tu mami...

Él pequeño enmudeció. La madre estudió su reacción hasta que se le ocurrió algo.

-¡Ya sé! Hagamos un saco con la sabana y te metes bajo la cama a atraparlo.

-¡Pero no sé cómo es! –respondió el hijo.

-¿Te acuerdas qué juguetes has dejado bajo la cama?

-No.

-Ni modo. Tienes que mirar.

-Entonces mira tu.

-Yo no lo reconocería. Yo no distinguiría juguete de monstruo.

-Pero...

-Si miras rápido no te pasará nada.

El niño se paralizó temeroso y pensativo. Miró a su madre y miró al piso. Luego se imaginó al monstruo con la boca abierta y los colmillos apenas distinguibles tras una maraña de pelo rojo. Se volvió a repetir: “no tengo miedo”, “no tengo miedo”, “no tengo miedo”. Aferrándose al borde de la cama, bajó la cabeza y la levantó rápidamente.

-Creo que se ha convertido en Tobi.

-¡Ah! El payaso. Yo no estuve de acuerdo con ese juguete. Bueno a ti te gusta, así que tú lo tendrás que atrapar. Uno no puede atrapar los monstruos que quieren comerse a otro, ¿no?

-Tiene que haber un modo –a punto de reventar otra vez en llantos-, ¡tú me conoces! Eres mi madre. ¡Tú me has dicho!

-Bueno, está bien. Pero si me pasa algo es tu culpa –lo miró fijamente.

Con cautela, bajó primero un pie. Luego, el segundo. Después, mirando al pequeño, se fue agachando, armada con la sabana hecha un saco a punta de nudos. Mientras descendían, sus ojos se iban perdiendo al borde del colchón. El niño se acercó y vio las piernas en cuidadoso movimiento.

-¿Lo ves?

-No, no lo veo. Están los carritos, la pelota... ¡espera! ¡Allí esta! –y lanzó un alarido que le estremeció hasta los huesos. Las piernas se retorcían en movimientos imposibles. El niño gimió y lloró a todo pulmón hasta que el grito se detuvo, y después bajó el volumen para que el monstruo no lo oiga.

-Niño...

Aterrado, oyó una voz cavernosa que salía de la cama.

-Niño...

Se arrinconó contra la cabecera.

-Ya mataste a tu madre...

El cuerpo se deslizaba hacia adentro hasta desaparecer, arrastrado por una fuerza invisible.

-¡Yo no he sido!

-... y tienes suerte de salvarte. Estoy cansado y he saciado mi hambre.

Armándose con lo que le quedaba de valor, se aprestó a correr, pero cuando bajó de la cama sintió algo que lo sujetaba: la mano de la madre le apretaba la pierna, al tiempo que su propio cuerpo, por inercia, caía pesado al piso golpeándose. La madre se puso de pie alzándolo de la pierna mientras él lloraba y se retorcía como un gusano.

-Me mataste.

Le restregaba con violencia el payasito en la cara.

-¡No!

La madre sonrió perversa. El pequeño no pudo evitar acordarse de los dibujos del papel colomural y sus dientes enrojecidos.

-Mentira hijito, solo te estaba asustando. ¡Cómo te voy a hacer daño! Si soy tu mami.

Acto seguido lo depositó sobre la cama.

-¡No me comas!

-Tranquilízate. No te voy ha hacer daño. Sabes que digo las cosas una sola vez y si tengo que repetirlas, me molesto.

Entonces constató que su madre no estaba muerta y empezó a apaciguarse. Cuando cesó el llanto lo arropó con la sabana.

-Bueno hijito, solo quería que supieras que esto lo he hecho por tu bien para que no sientas miedo ¿ya?

Le dio un beso en la frente y acercó su silueta informe al marco de la puerta.

-Mami...

-¿Si?

-¿Puedes llevarte al payasito?

-Si fuese un monstruo caminaría desde mi cuarto a matarme. Aunque claro, ¡que tonta soy!, me mataría a mi primero.

-No, es que...

-Veo que vamos a tener que hacer algo con tu miedo. No te preocupes. Por ahora descansa hijito, descansa –y luego de una breve pausa-. Ya pensaré en algo mejor.

1 Comments:

Blogger Onophrius said...

Creo que este blog debe dejar de ser una caja de chocolates en honor a la verdad. A menos que sean bitter. Es que me están saliendo oscuritos los textos. :S

4:34 a. m.

 

Publicar un comentario

<< Home