Este no es un blog: es una cajita de chocolates en una mesa huérfana. Tome cuantos quiera. Eso sí, deje algunos para el resto.

miércoles, agosto 04, 2004

El Perro

I

Sólo a una mujer se le puede insultar diciéndole perra callejera porque por mas sarnoso, mugriento y enfermo, el perro callejero evoca cierto misticismo, la dignidad de algún lobo estepario metamorfoseado en mascota abandonada, y el drama cotidiano de la sobrevivencia y el recurseo en las vísceras de una ciudad en llamas, a pesar del olvido, el hambre y la miseria.

En las reuniones entre amigos se cuenta con frecuencia la historia, cualquier historia, de algún perro sin nombre o seña que lo distinga, que aparece de pronto en un barrio limeño promedio. Al principio nadie lo nota olisqueando los rincones de la cuadra. Nadie se percata de las meadas en las rosas de la vecina. Y aunque a todos les importa que las bolsas de basura amanezcan desparramando su hedor insufrible, el pleito interminable con los gatos de la cucufata de enfrente pone en resguardo la austera posición del verdadero culpable.

Nosotros también tuvimos un perro. Debió haberse llamado Fido, Confite, o alguno de esos apodos improvisados de serial televisivo. Y aunque en realidad los años han desdibujado su nombre en la memoria de todos aquellos que de modo directo o indirecto participaron en esta historia, nos referíamos a él con cierta frecuencia como el perro de mierda o algo por el estilo. Pero eso fue mucho después.

Como decía, al principio era invisible: nos rondaba como el jeep de los milicos rondaba al barrio en esos tiempos de miedo e inflación, miedo e inflación a los que estabamos todos acostumbrados. Nos encontrábamos en esa edad indefinible en la que no se es chico pero no se es grande aún, y nuestras tardes pasaban entre partidos de fulbito que nunca me gustaron, cigarrillos a escondidas y bizantinas discusiones como aquella sobre la pertinencia de besar a las chicas para decir hola en lugar de saludar desde lejos. En ese contexto apareció en nuestro barrio, en Surco. Llamémosle Arnaldo.

Venía de la calle, y la calle en ese entonces pertenecía al mundo de lo imaginario: la paranoia de nuestros padres había mandado enrejar todas las vías de acceso a nuestro parque por lo que Lima se parecía a un monstruo ruidoso y hostil que tenía por patas avenidas y semáforos por ojos. Habiendo sobrevivido al monstruo, andaba desenvuelto. Paseaba su honroso pedigrí: indefinido peludo.

Y producía asco, hay que decirlo. Una mancha gris o negra le crecía en la espalda despidiendo un olor repugnante; otra amarilla, tal vez parte de la misma desdicha, se escondía bajo el pelambre. Porque este perro no era dorado, blanco o marrón. Era amarillo, y por eso, si se notaba la enfermedad en cuestión, era por los contornos rojos de piel sensible que la enmarcaban. Además olía a perro.

Pero había algo más, porque siempre hay algo mas en todo aquello a lo que le cogemos cariño.

Eran los tiempos del meneito y sentados en las bancas, íbamos dejando pasar el tiempo sin mayores preocupaciones ni compromisos: hombres a un lado de la vereda y mujeres al frente planeábamos esas fiestas con sanguchitos y chicha morada, mientras él olfateaba a alguna desafortunada fémina. Fingíamos atención cuando nos preguntaban sobre quien pondría la casa pal tono. Detrás de esos rostros inquirientes otra escena tenía lugar: el animal ejecutaba su baile, el menear de caderas de este noble vagabundo que hacia jadear a la hembra en pose de perrito. Quedaban pegados.

Como era de esperarse, al poco tiempo Arnaldo se convirtió en nuestro héroe, dejó de ser invisible y su presencia empezó a ser bien recibida por todos nosotros. Hubo partidos de fulbito con él por ahí, y puchos a escondidas con el perro husmeando. De pronto una revista porno. ¡Perro de mierda! ¡Que mierda hueles! Y así fue como se nos volvió imprescindible. Mudo testigo de los acontecimientos del barrio -porque ahí las cosas no pasaban, acontecían-, era el cómplice ideal, el que acompaña sin abrir la boca, ese que se amolda al estado de animo, pero también el que aguanta el patadón de un viejo histérico.

II

Había un señor que se apellidaba Abarca. Nosotros nos referíamos a él como Mamarca, y aunque amerita por si sólo una crónica aparte, hay que mencionarlo por su pertinencia en la historia. Se trataba de un chato acomplejado al que le faltaban huevos para la vida y le sobraban al interior de su casa. Algo tuvo de bueno: promotor del deporte, compró arcos de fulbito para el parque, hecho del que se hubiera enorgullecido hasta el mismísimo Belmont de las lozas deportivas.

Un día su señora, que era sicóloga, creyó conveniente para el desarrollo emocional de sus hijos, la compañía de una gata. Pasó que la gata salió en cinta. Así que cuando los mininos nacieron, Mamarca los puso a todos en un tacho de basura para que se los llevase el camión junto a los demás descombros de su casa. Los niños miraban llorando. La naturaleza es cruel, dice Discovery Chanel.

Pero en ese entonces no había Discovery Chanel ni cable, y si había era muy caro. Mas bien, había Arnaldo. Peto, el menor del grupo, lo adoraba. Solía andar en shorts y camiseta y era un mono trepando arboles. En una ocasión Peto y Arnaldo llegaron juntos como de costumbre: "Miren, si le hago esto sale un liquido blanco". Mudos y asombrados veíamos cómo el perro se recostaba placido mientras Peto le acariciaba la verga como jugando. En efecto, liquido blanco. A diferencia de Peto algunos sabíamos que era masturbarse, o cuando menos a que se refería el término, así que contuvimos cierto nerviosismo y observamos atentos al niño inocente y al perro peludo, cuando ni pelos teníamos.

Creo que cierta cualidad animal que ambos compartían y que no logro precisar aún fue lo que lo hizo quedarse. Eso, y su afecto: cuando él se compraba una empanada, de esas que vendían en la esquina, con la cantidad exacta de ají, Arnaldo recibía la mitad. Y como buen peruano no se quejaba por el ají, mas bien al terminar miraba con ojos brillantes y ansiosos. ¿Qué? ¿Se acabó? Los ojos de Peto también brillaban.

Así que todos los días Arnaldo recibía su ración, al principio del bolsillo de Peto y después, de su refrigerador. No estoy seguro, creo que tuvo problemas en su casa por la misteriosa desaparición de comida. Pero cuando la verdad saltó no debió ser mayor inconveniente para ambos pues, a pesar de la mirada recelosa de Mamarca, el perro siguió feliz comiendo su pierna de pollo, su trozo de seco de res y los pellejos de la parrillada del domingo.

III

Hasta que un día algo faltó. Pero no caímos en la cuenta de inmediato. Así como había llegado se estaba yendo. Nos fuimos dando cuenta de a pocos: ese vacío que se siente adentro y que crece con el paso de las horas, las semanas, los meses. Ese vacío que de pronto se tornó certeza. Ausencia, le dicen.

Había desaparecido. Peto: ¿Dónde estará? ¿por qué se habrá quitado? El señor Mamarca, sin duda. Ese viejo hasta el culo. Se acuerdan de la perra de Gisella y de Julieta. Dicen que él fue el que le dio bocado. ¿Y los gatitos...?

No podíamos saberlo con certeza. Por otro lado, en el fondo era nuestra culpa: habíamos olvidado que era un perro callejero y un perro callejero no pertenece a nadie, quizá sólo a la ciudad. ¿Se habrá ido a otro barrio? El monstruo puede habérselo comido. Tal vez esta muerto. Pero cuando veíamos un perro amarillo de andar desenvuelto y ojos brillantes y ansiosos nos preguntábamos si sería él. Al final se disolvió, con los partidos de fulbito que nunca me gustaron, los cigarrillos a escondidas y esas memorias que uno recuerda con una sonrisa.

Pasaron los años, conocimos la calle que dejó de ser un monstruo imaginario, y fue necesario olvidarnos del todo de Arnaldo para darnos cuenta de que habíamos crecido. Peto llevó a mi hermana, fiel amante de los animales, a su fiesta de promoción. Mamarca, hecho una basura, se mudó de casa, esta vez con los escombros de su vida. Y yo, cada vez que puedo, en las reuniones entre amigos, cuento la historia cursi de un perro callejero al cual nadie notaba al principio y que se fue en busca de una perrita, o que cansado de la comodidad del barrio trocó para siempre los beneficios de la permanencia por una existencia errante.

6 Comments:

Anonymous Anónimo said...

ummm, Arnaldo es el nombre del perro de mi amiga Pai.

7:44 p. m.

 
Blogger Onophrius said...

al parecer ambos conocemos al susodicho arnaldo... pero no es el mismo... hubo q cambiarle el nombre al original para proteger al merfi. prometo que pronto se le hará justicia a la verdadera historia de arnaldo.

7:50 p. m.

 
Anonymous Anónimo said...

ummm, me perdí otra vez!!!

10:55 p. m.

 
Blogger Onophrius said...

es simple: arnaldo es el perro de la pai. el perro de esta historia y todos los personajes existieron o existen en la actualidad aunque les alla perdido el rastro. eso sí, les he cambiado el nombre. puesto q el perro de la pai fue callejero y la verdad es q no soy bueno bautizando mascotas simplemente le piratie el nombre a arnaldo para el perro de esta historia. por lo tanto arnaldo nunca fue parte de mi barrio: solo tomé su nombre. y por suepuesto q la historia de arnaldo y la pai merecen una historia aparte q será relatada llegado el momento.

11:59 p. m.

 
Anonymous Anónimo said...

ummm, ya caigo, recién entiendo esta historia de perros.

10:23 p. m.

 
Anonymous Anónimo said...

Me parece muy bien resuelta tu historia, me encanta de princio a fin. Fluye en casi todo momento... Si no eres Arnaldo k no creo k lo seas, y no eres Peto. Por k diablos haces un stop y me haces pensar k te kieres salirte del barco, acaso tu conciencia te traiciona... jejej. Esta chevere k dejes k el narrador pase tanto al olvido k uno lo sienta que esta tan adentro de peto, arnaldo o dentro de los calzones de las chibolas cuando taban tan emocionadas planiado sus fiestas, kien no ha vivido eso...

Checa:
Así que todos los días Arnaldo recibía su ración, al principio del bolsillo de Peto y después, de su refrigerador. NO ESTOY SEGURO, creo que tuvo problemas en su casa por la misteriosa desaparición de comida. Pero cuando la verdad saltó no debió ser mayor inconveniente para ambos pues, a pesar de la mirada recelosa de Mamarca, el perro siguió feliz comiendo su pierna de pollo, su trozo de seco de res y los pellejos de la parrillada del domingo.

Ese no estoy seguro me saco de toda la ilusión.

HABLAMS

2:41 a. m.

 

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