Este no es un blog: es una cajita de chocolates en una mesa huérfana. Tome cuantos quiera. Eso sí, deje algunos para el resto.

sábado, noviembre 20, 2004

Bajo tierra

I

Cuando María tenía seis años no le gustaba jugar a Dios. Tampoco a la mamá ni a la escuelita ni al doctor. No se interesaba por las asignaturas ni por la comida, y lo mismo daba para ella estar sentada frente a un televisor de veintiun pulgadas que ante un miserable moribundo.

A su madre, que era maniatica, todo esta indiferencia le preocupaba, qué clase de niña es esta, qué responsabilidad podrá asumir cuando haya crecido. Ninguna, le parecía. Cómo reaccionará ante las cosas que la esperan. Por qué no se inmuta, altera ni deja afectar. Dónde encontrará soporte. Si María no interviene en el mundo ¿será el mundo el que se haga cargo de María?

A la madre no le bastaba con el silencio de la niña ni con su falta de interés en el juego para sentirse mal: según la señora el asunto implicaba una suerte de aislamiento voluntario y disfuncional que cuestionaba no solo la existencia saludable de su hija si no también los cimientos de la suya propia. Porque si María no interactuaba con las fuerzas que la rodeaban entonces ella había fallado. Si María no era una hija como la que había imaginado, ella era una falsa madre. Un proyecto trunco de fertilidad. Una fruta que se pudre sin hechar semilla. La señora era una mujer mayor.

Desesperada, ensayó en la niña todo lo que la terapista le había sugerido: práctica de deportes grupales, actividades recreativas y de desarrollo social, aprestamiento en artes, muñecas -juguetes-, que imitaban a la perfección la vida humana en cada proceso de supervivencia y en cada fluido corporal. A María todo esto le quitaba un poco el apetito y pronto decidió no responder a ninguna de las indicaciones de ninguno de sus profesores. De pronto, las muñecas se vieron amontonadas, una sobre la otra, en una esquina de su dormitorio.

Tal era el recluimiento de la niña dentro de sí misma que la encargada del grupo de teatro había optado por ignorarla. Así que María se quedaba tranquila, sentada en una esquina como su ruma de muñecas.

Un día una niña de su misma estatura se le acercó y le dijo quieres ser mi amiga. Solo volteó a mirarla vagamente y se quedó quieta como siempre. La niña temerosa empezó a arrastrar sus piecesitos hacia atrás, retrocediendo. María afiló la mirada y al poco tiempo, la niña soltó unas lagrimitas, se volvió y se fue corriendo aterrada.

La mamá de María no supo qué responder cuando la encargada se quejó ante ella y le pidió que por favor no la trajera más, insistiendo además en devolverle el dinero. La señora se detuvo a pensar en el niñito que se le había muerto en la panza antes de que María naciera y que por ese medio pasó de inmediato a ser para ella el mejor hijo que cualquier mujer hubiera podido desear. Mi hijo no haría esto, se repetía en silencio.
Al mismo tiempo, mientras pensaba todo eso se quedó quieta, mirando a la encargada vagamente, como si nada hubiera pasado. La encargada, temerosa, arrastró sus pies hacia atrás. De pronto la mamá afiló la mirada y de inmediato la encargada se volvió y se fue corriendo aterrada, tal como la tallerista del grupo de teatro a la que había querido defender había hecho frente a su acusada.

En ese instante, la señora se dió cuenta de que ya habia considerado casi todas las opciones que la ciencia disponible había propuesto. Solo una alternativa quedaba pendiente para resolver el aislamiento de María: por su particular estado de ánimo y su persistente avocamiento hacia el orden y la limpieza, la madre había evitado por todos los medios darle una mascota a su hija.

Como regalo por su séptimo cumpleaños, María recibió en una pecera de vidrio un pequeño y mofletudo hamster al que quiso llamar Pelusa. A pesar de que el nombre le quedaba muy bien al animalito, María ya sabía que a su mamá no le gustaba tener motitas, pelusas, polvitos, y demás cochinadas dando vueltas por la casa. Así que lo llamó José María, que era, como le había contado su mamá, el nombre de su hermanito no nato.

Había que ver la devoción que sentía María por la pequeña criatura: todos los días cambiaba el agua y el aserrín del fondo de la pecera con puntualidad religiosa. Luego se pasaba horas, días enteros mirando con minuciosidad al animalito corriendo en su rueda sin fin, alimentandose, sorbiendo agua, rascandose las patas con los dientes y olfateando con su minusculo hocico el aire que ella misma respiraba.

María y José María eran felices juntos.

Pero al poco tiempo la mamá volvió a preocuparse. La niña sentía un interés redoblado por el animal, asunto muy positivo desde luego. El problema era que ese interés, lejos de servir para motivarla a buscar gente como ella, la mantenía aislada como el hamster en una pecera, solo que esta pecera era imaginaria.

Un día María despertó y vio que su hamster había muerto.

Cuando su mamá llegó a casa le costó entender qué hacía una vela encendida sobre un montículo de barro en el centro de su inmaculado jardín.


II

María está cansada y toma de lonche dos vasos de leche y tres tostadas. Tiene veintiseis años y no le gusta jugar a Dios. Sí a la mamá, no a la escuelita, menos al doctor.

Hace algunos meses ha nacido José, su primer hijo. Ha llegado en buen momento, porque desde que su madre falleció se siente un poco sola en la casa. De hecho había considerado comprar alguna mascota, pero salió embarazada justo por esos días. Del padre no sabe nada y tampoco quiere saber. Menos ahora que le empieza a entrar sueño. Le provoca leer un poco antes de dormir.

La revista que tiene a la mano trata precisamente sobre animales domésticos. La compró en un quiosco, una fría mañana de encapotado cielo gris. La publicación trata sobre el cuidado del cabello de los labradores dorados, las características a considerar a la hora de escoger la caja de arena ideal para cada especie de gato, las medidas que se deben tener en cuenta si uno piensa viajar y tiene un pequeño lagarto en casa y sobre el ciclo completo de vida de los hamsters. María solo lee la nota sobre hamsters.

Al llegar a la tercera línea del quinto párrafo de la página 38, su vida dará un vuelco. Pero ella no lo sabe todavía porque recién está terminando la página anterior. Sin querer recuerda el entierro del pequeño José María. También los momentos previos. La sorpresa inicial, las lágrimas, el silencio.

Mientras lee tiene siete años de nuevo y observa al pobre roedor enrollado en sí mismo sobre un fondo de acerrín. Solo. Endurecido. Frágil. Como una mota de polvo o una enorme pelusa. Siente culpa al principio porque debió cuidarlo mejor, pero luego se siente libre y sospecha de su madre como la asesina. Pasa todo el tiempo, le dirá la señora horas después durante la cena.

María decide abrigar a su animal muerto con una suerte de abrazo de despedida. Luego lo acerca a la luz para verlo bien. Lo inspecciona con dedicación y cuidado. No quiere olvidarlo. Llora.

De pronto, José María se mueve. ¿O solo le parece a ella? Apenas la patita trasera. Una vibración leve. Una cosa de nada. Como un bebe cuando despierta. Lo deja caer al piso sin darse cuenta de su descuido.

Pero está muerto, lo ha matado mi madre, pensará más tarde, al sorber la sopa durante la cena. De otro modo no hubiera permitido que el montículo de tierra permaneciese en su jardín impecable hasta que la cera de la vela se hubiera consumido por completo.

¿En verdad se movía? No es posible. José María está muerto. Lo recoge del piso y lo lleva a la luz otra vez. Cerca de la bombilla. Ahora es la otra patita la que tiembla. Se soba los ojos con las mangas de la piyama. Sus sentidos no la engañan. El animal está resucitando. Ella lo está resucitando.

Terror. Eso es lo que siente. No puedo ser Dios porque no me corresponde, decide. Apenada, hace un hueco en el cesped, acomoda al roedor adentro, y dice adios José María, te quiero mucho, antes de sepultarlo para siempre.

Desde entonces han pasado 19 años. Pero eso no importan. Ahora es cuando su vida dará un vuelco. Estamos en la tercera línea del quinto párrafo de la página 38:

"Los roedores campestres guardan periodos de invernación que pueden ser tan largos como los de los osos. Durante estos periodos se enrollan en posición fetal para mantener la temperatura mínima. Es importante que el dueño del animal tome conciencia de esto para no exponer a la criatura a una fuente de calor artificial como una lámpara o una estufa, lo cual interrumpiría el necesario y reparador sueño de la criatura tal y como lo hace la llegada de la primavera".

Se le prende una luz en conciencia. Se le irriga una zona del cerebro que creía inexistente. Se revela una suerte de plan que la rebasa. Un manual de procedimientos, un compendio de operaciones. Pierde por un instante la orientación. Nunca ha sentido tanta claridad con respecto a sus acciones. Nunca, sin embargo, las ha visto de forma tan nebulosa. Necesita una pala. Siente la necesidad de equilibrar las cosas. Está en el patio trasero. Ve un agujero en el jardín impecable. Como una orden que obedece gustosa. En él, un niño abrigado con colchas. Un mandato y luego lo cubre la tierra. Una vela corona un promontorio y ella se siente libre.

María vuelve a la cama y termina de leer el artículo. Luego duerme muy tranquila hasta la mañana siguiente.

Afuera empieza una leve llovizna. Se escucha un llanto bajo la tierra. La llama de la vela palpita hasta apagarse. María aún no lo sabe, pero al despertar decidirá comprarse una mascota.

1 Comments:

Blogger Onophrius said...

la verdad lo acabo de volver a leer y no me gusta ni michi. creo q se le puede dar la vuelta a la historia y q se puede mejorar mucho. toy chambeando en eso. sugerencias por fa!?!?!?!?

3:16 a. m.

 

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